Han sido casi dos años de vivir en medio de esta pandemia, y esto nos ha orillado a hacer muchos ajustes y sacrificios en nuestro día a día. Ya no podemos abrazar libremente ni hemos podido convivir con toda libertad, e incluso hasta la iglesia como la conocíamos ha cambiado. En nuestra iglesia local las reuniones presenciales se suspendieron por varios meses, y aunque le doy gracias a Dios por haber podido escuchar su palabra y adorar virtualmente mientras la iglesia permanecía cerrada, les mentiría si les dijera que se sentía igual. Mi corazón anhelaba más y más, con el paso de las semanas anhelaba el día que pudiera reunirme otra vez con mis hermanos de forma presencial.
Después de mucho tiempo, y con el debido cuidado, se empezaron a abrir las reuniones presenciales. El poder adorar junto con mi congregación fue como un vaso de agua después de un periodo largo de sed. Necesitaba volver a estar reunida con mi iglesia local. Pero al poco tiempo, este gozo se vio interrumpido al dar a luz a mi bebé y pasar una temporada de recuperación. Después de algunas semanas, mi anhelo por volver a ver a mis hermanos y estar con ellos se volvió un sentir muy fuerte dentro de mí. Comprendí que congregarme no era solamente mi anhelo, sino una necesidad.
La pandemia trajo un nuevo reto a la iglesia local, muchos han optado por la comodidad de la reunión virtual a pesar de tener los medios y la posibilidad de reunirse de manera presencial. No me estoy refiriendo a aquellos que por razones médicas o extraordinarias no les es posible asistir a su reunión presencial, sino a aquellos que por elección voluntaria deciden no asistir para no sacrificar su comodidad.
La iglesia nunca fue diseñada para ser una experiencia virtual. En Hechos 2:46-47 vemos la descripción de la iglesia al hablar de la comunión entre los creyentes; “Día tras día continuaban unánimes en el templo y partiendo el pan en los hogares, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y hallando favor con todo el pueblo.”
Considerando la descripción que nos es dada, vemos como la misma Palabra de Dios nos orilla a darnos cuenta que la reunión de la iglesia es más que participar de la predicación y algunas canciones. El experimentar el gozo de lo que es pertenecer a una iglesia local va más allá de ver y escuchar una predicación detrás de una pantalla. Es el gozo de reunirnos y tener comunión con personas que han sido compradas a precio de sangre y que tienen el mismo deseo en su interior; adorar a su Salvador.
Uno de los privilegios de ser parte de la familia de Dios no es solamente tener relación con Jesús, el Dios del universo, sino que también nos permite tener relación con su novia, por la que Él entregó su vida.
El poder tener una reunión virtual ha sido una gran herramienta y bendición, pero no olvidemos que el modelo de Dios para su iglesia requiere de algo que una experiencia virtual no nos puede ofrecer y esto es la koinonia, la comunión entre los hermanos.
Así mismo, el congregarnos es un mandato del Señor. El autor de Hebreos nos dice: “no dejando de congregarnos como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos unos a otros.” Al dejar de congregarnos estamos siendo desobedientes al Señor, y una realidad que me encanta recordar es que los mandatos del Señor no son una manera egoísta en la cual Él ejerce poder sobre nosotros, sino que son para nuestra protección y bendición.
Seamos cuidadosos en no menospreciar este hermoso privilegio. Analicemos nuestros corazones y asesoremos nuestra condición espiritual. No hay creyente saludable lejos del cuerpo de Cristo. Atesoremos nuestra iglesia local, y seamos diligentes en estar presentes en nuestras reuniones y convivencia con nuestra familia espiritual.